Las redes sociales y otros Medios de Comunicación vienen reflejando una iglesia evangélica pendiente de lo que el mundo piensa sobre cómo se debe ministrar a los santos.
Muestran cultos convertidos en eventos atractivos, en shows, cuyo principal propósito parece ser no ofender ni incomodar a la audiencia.
Tristemente, las iglesias más visibles, influyentes y numerosas, cuyos líderes monopolizan el tele-evangelismo y las redes, están siendo consideradas por los Medios seculares como principales referentes del mundo evangélico. El problema es que estos líderes modernos y pragmáticos son los que más dificultan la comunicación del Evangelio, porque han mezclado los principios sagrados con lo que el mundo ama.
Enseñanzas cruciales como el carácter de Dios, el pecado y la condenación eterna, el arrepentimiento, el quebrantamiento, la santidad, la consagración, la senda estrecha y el regreso de nuestro Señor, han dejado de bajar de los púlpitos.
Doctrinas esenciales de nuestra fe han sido desplazadas por un Evangelio más accesible, menos rígido, mediante la adopción de principios humanistas, existencialistas, metafísicos, gnósticos, científicos y hasta literarios. Se persigue la felicidad, no la santidad. La primera es fácil y popular. La otra, no.
Irrumpe una nueva iglesia, que considera toda doctrina como secundaria y divisiva, por lo que prioriza la hermandad y la justicia social. Cualquier similitud con la última encíclica papal “Fratelli tutti”, proponiendo un nuevo credo universal, humanista y social, no puede ser casualidad.
Esta moda de adaptar lo eterno a lo cotidiano, ha contaminado hasta las traducciones bíblicas, cuyas nuevas versiones, privilegian la facilidad de la lectura sobre la fidelidad de las fuentes textuales, provocando peligrosas distorsiones que afectan el propio sentido de las enseñanzas. El santo Libro de Dios sufre más por causa de sus expositores que por sus antagonistas.
Pareciera que la doctrina dejó de ser algo por lo que valga la pena dar lucha, abriéndole la puerta al liberalismo teológico, al relativismo moral y a todo tipo de polizones espirituales.
El mundo se frota las manos exhibiendo a creyentes ansiosos por un cambio en las iglesias, que alivie su sensibilidad ante la hostilidad y el rechazo de un mundo incrédulo. Como si la aceptación general fuera uno de los propósitos de nuestra fe (Mateo 5:11).
Se nos muestra ávidos de popularidad, porque es lo que le ha dado resultado a las megaiglesias y sus ejércitos de oidores (2 Timoteo 3-4) que se reúnen alrededor de las mismas plataformas que se usan para los negocios piramidales, para escuchar cómo levantar la auto-estima, prosperar, ser sanos y felices y participar de los gobiernos. El mundo muestra como ejemplo de cristianos a los que no leen, estudian ni predican las Sagradas Escrituras. Los que usan los sermones, libros y experiencias personales de sus líderes como fuentes primarias de evangelización.
También es lamentablemente cierto que los nuevos oyentes piden no ser incomodados ni regañados, por lo que se les ofrece divertirse un rato, escuchar algunos chistes, mucho testimonio, muchas unciones, nuevas revelaciones y shows de “alabanza”, que pueden incluir danza y pogos. Lo importante es que todos regresen contentos a sus hogares (donde tampoco se estudia la Biblia, ni se ora ni se vive en santidad).
Cuando se juega el juego del mundo, es porque estuvimos buscando puntos en común con él. Creyendo que es la manera de construir un puente al Evangelio, terminamos convirtiéndonos a ellos y no ellos a nosotros (Jeremías 15:19). Hemos sido modernos y pragmáticos, para atraer y gustar. Adoptamos códigos humanistas, su lenguaje, sus gestos, su manera de vestir, sus tatuajes, su sentido del humor, sus entretenimientos; pusimos algo de cristianismo a sus ritmos musicales, hicimos teatro, dimos cursos de auto-ayuda y hablamos de cómo ser mejores desde los altares.
Nos hemos adaptado. Pasamos, de ser la luz del mundo, a usar luces de colores y efectos especiales en los templos. Mostramos el mover del Espíritu con grupos de danzarinas. Dimos rienda suelta a las emociones, a los gritos desde el altar, al amén fácil, a la risa histérica, el balbuceo, las revolcadas y las convulsiones. El ruido y el caos han desplazado al sereno gozo en el Señor, al orden y la decencia.
Pareciera que algunos se avergüenzan del verdadero Evangelio de Cristo.
Y no debemos buscar solo en el exterior los responsables de estas prácticas y tendencias. Reconozcamos que ya es evidente el daño provocado por el evangelio de la prosperidad, el movimiento carismático, el dominionismo, la nueva reforma apostólica, la iglesia emergente, la iglesia universalista, el movimiento palabra de fe y el G12, entre otras apostasías. El peor enemigo de la Sana Doctrina ha nacido de nuestras propias filas (1 Juan 2:19).
Y para que duela más, ha tenido un cómplice interno: el famoso “no juzgue hermano”. A partir de la desafortunada interpretación de numerosos versículos que llaman a no juzgar hipócritamente, se ha desalentado toda exhortación doctrinal contra el error y las prácticas heréticas en las congregaciones. Los que, en obediencia a 1 Juan 4:1-6, quisieron plantar defensa de sana doctrina contra malas prácticas, falsas enseñanzas y falsos maestros, apóstoles y profetas, han sido sistemáticamente llamados a silencio, dando lugar a que muchos líderes tuvieran tierra liberada para equivocarse y se volvieran inopinables. Sus errores, que podrían haber sido subsanados con amor, paciencia y doctrina (2 Timoteo 4:2), perduraron hasta convertirse en costumbres y prácticas que dañan nuestro testimonio general como Pueblo de Dios y alejan a muchos.
Esto ha pasado y sigue pasando; aunque nos neguemos a verlo, admitirlo o discutirlo.
El diablo no se asusta ni huye ante la elocuencia o las apariencias. Para que el mundo nos odie como odió a Jesucristo (Lucas 21:16-19), primero tiene que reconocernos como verdaderos cristianos evangélicos (Hechos 19:15). Pero la realidad actual es muy distinta: las megaiglesias entretienen y esquilman multitudes, los gobernantes son invitados a arengar desde nuestros púlpitos, la adoración se ha mercantilizado, el papa pasó a llamarnos “hermanos separados” y el Vaticano recomienda y condecora a muchos de nuestros líderes. Cuando suceden estas cosas, es señal suficiente de que algo se está haciendo mal o se ha dejado de hacer. ¿En qué momento nos volvimos amigos de idólatras, políticos y embusteros?
El mayor problema que Dios encuentra en el mundo de hoy, no proviene del Vaticano, del comunismo, del islamismo ni de las artes oscuras: está en las iglesias que dejaron de diferenciarse del mundo.
Si Jesucristo hubiera predicado la mayoría de los mensajes que hoy están de moda, los poderosos no hubieran encontrado razones para crucificarlo.
El que tenga oídos, que oiga.
C.C.