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La relatividad moral

Sep 12, 2021

Cuánta hipocresía hay en la relatividad moral de hoy. Los Medios de Comunicación hierven repentinamente de expresiones de solidaridad, fraternidad y pedidos de oración por el pueblo afgano, después de que las tropas y corporaciones norteamericanas abandonaran ese país.

En los veinte años que los EE.UU. ocuparon militarmente Afganistán, nadie se acordó de los afganos. Nadie le pidió a los marines y a las transnacionales que se retiraran de ese país. Nadie contó los refugiados, perseguidos, mutilados ni los muertos. Nadie reparó en la censura, la supresión de derechos civiles, los encarcelamientos ni el exterminio de disidentes. Nadie contabilizó el saqueo de los recursos naturales. Nadie denunció la corrupción del Estado. A nadie le importó la violencia de la que se valieron los invasores para lograr sus cometidos; ni la destrucción del patrimonio local o el hambre y la pobreza.

Ahora, que los usurpadores se retiraron –repitiendo el bochorno de Vietnam- un unánime coro de iglesias protestantes de los EE.UU., Europa y el resto del mundo, claman por los pobres afganos, para que se ore por ellos y les manden cosas. Volvieron a organizarse las misiones internacionales para llevarles medicamentos, comida y agua. Pero cabe preguntarse, ¿dónde estuvieron estos “piadosos” durante los veinte años que ese pueblo fue atormentado por sus invasores?

Para sacar a los soviéticos, de 1978 a 1992, los norteamericanos contribuyeron con 1.200 millones de dólares en equipamiento militar de última generación e instrucción guerrillera para los talibanes, fuerza insurgente que ellos mismos crearon -junto con Arabia Saudita- y hoy no pueden controlar. Cuando los soviéticos se retiraron, no hubo un dólar de ayuda para crear escuelas, hospitales, caminos ni proveer agua potable. Para la guerra sobró la plata; para la reconstrucción no hubo un céntimo; aberración reconocida hasta por los EE.UU.

Durante los terribles años de la ocupación militar, las mismas iglesias protestantes que hoy rasgan sus vestiduras, no dijeron una palabra en favor de los habitantes de un país sometido por las armas, sin declaración de guerra, en base a mentiras descaradas y con el solo propósito de saquearlo, como sucedió con Irak. No pidieron oración por los invadidos ni amonestaron a los invasores.

Los que hoy denuncian la brutalidad de los talibanes y advierten sobre el demonio islamita, son los mismos que callaron durante dos décadas, mientras sus propios demonios mataban 241.000 personas, llenaban los países vecinos con refugiados y llevaban a esa nación a la edad de piedra, en la que se encuentra ahora.

Pero este mensaje no es político, sino espiritual. Qué triste es, para un cristiano, ver cómo otros que dicen serlo, colocan a su país, a sus gobernantes y a los negocios delante de Dios. Ver cómo algunos se llenan la boca de súbito humanismo y solidaridad con el mismo tema que callaron por décadas. Años de aprobación silenciosa de la violencia y la rapiña de su nación, a cambio de tener gas y petróleo baratos y mantener productiva a la mayor maquinaria de guerra del mundo. Veneran a su patria, a su bandera, a sus gobiernos, a su ejército y vienen poniéndolos por encima de la voluntad de Dios, que conocen muy bien; pero no respetan.

Bajo el disfraz hollywoodense de “cuna de la democracia”, “tierra de libertad” y “casa del valiente”, esta nación ha sembrado el mundo de corrupción, vicios, violencia, codicia y el mayor arsenal atómico jamás creado; brutalidad sobre la que el juicio de Dios no se tarda.

Amado/a, si antes no oraba por los pobres afganos y ahora se conduele, sepa que le está haciendo el juego a una nación y un sistema de vida hipócrita, decadente y corrupto, que siempre ha contado con la condescendencia de una cultura cristiana, que no es más que pura apariencia, una máscara de hipocresía que esconde conductas que nada tienen que ver con la voluntad de Dios y los mantiene apegados a una tradición de silencio cómplice con la codicia de sus gobernantes, por conveniencia material.

Los que más necesitan la oración del Pueblo de Dios son los propios norteamericanos -todos ellos, creyentes o no- para que sean movidos al arrepentimiento. Para que puedan vencer el espíritu orgulloso y cruel de Nínive, Babilonia, Sodoma y Roma que los domina y dejar atrás el carácter y conducta del hombre de los últimos tiempos, sabiamente enumerado en 2 Timoteo 3:1-5.

Dios tenga misericordia de todos nosotros.

C.C.